Francisco Álvarez: Una vida dedicada a la enseñanza

Iván Cruz Albornoz
8 min readJan 9, 2021

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Francisco Álvarez en su departamento, en Caracas, Venezuela. © Iván Cruz Albornoz.

Conocí a Francisco Álvarez incluso antes de ver clases con él, cuando estaba aún en el tercer año de bachillerato y él daba la cátedra de matemáticas a los cursos de cuarto y quinto. Se interesó por el libro que yo llevaba entonces, El Anticristo de Nietzsche, y me preguntó qué me parecía hasta el momento. Yo apenas había leído las primeras páginas, y mentí con una respuesta que quería ser inteligente. De esa manera, dimos inicio a una conversación —y, al cabo, a una amistad— que se extendería a lo largo de los años por venir.

En los recesos de media mañana, los profesores se refugiaban a puerta cerrada en la atestada sala de maestros y aprovechaban el poco tiempo que tenían para comer, platicar y revisar sus notas. Francisco, en cambio, llegaba con antelación al aula en donde le tocaba dar clases a continuación, abría el periódico de la mañana y, frente a una treintena de pupitres vacíos, encendía un cigarrillo.

Muchas veces yo subía temprano al primer piso, diez minutos antes de que sonara la campana, y nos poníamos a hablar sobre literatura y política. Intentábamos adivinar el rumbo que tomaría el país en los próximos meses, con pronósticos siempre carentes de optimismo. Recuerdo que ninguno de los dos entendíamos la fascinación de la crítica literaria por La Metamorfosis de Kafka. A él se la habían asignado como lectura obligatoria en la universidad. «Es un tipo que se despierta convertido en cucaracha», me dijo entonces.

Años después, nos encontramos un día en una panadería de Altamira para tomar un café. Platicamos, como en los viejos tiempos, de todo un poco, con la única diferencia de que, antes de despedirnos, le pedí vernos de nuevo para entrevistarlo. «¿Para qué?», me dijo. «Porque hay muchísima gente que le tiene aprecio», le contesté, «y que se interesaría por saber de usted, de su vida antes y después de la época del San Agustín».

Yo sabía que Francisco era español, por supuesto, y alguna vez mencionó, en una de sus clases, que había nacido en un pequeño pueblo «cuyo nombre no mencionaría». Después, hubo una ocasión en que lo vi comprando en un supermercado, y asumí que vivía en las cercanías de este. Pero, a parte de eso, yo no conocía gran cosa sobre él. Ignoraba, por ejemplo, el motivo por el que había venido a Venezuela, o cuántos años llevaba en el país. Por suerte, luego de insistir durante algún tiempo, logré convencerle de hacer la entrevista.

Francisco Álvarez en su departamento, en Caracas, Venezuela. © Iván Cruz Albornoz.

Francisco Álvarez nació en 1941 en Grado, un pueblo agricultor de Asturias, situado al norte de España. Sus padres se habían conocido en Trubia, una población cercana, poco después de acabada la guerra civil.

De niño, Francisco estudió como interno en el colegio Santo Domingo, instaurado por los Dominicos en la ciudad vecina de Oviedo. Más tarde, sus padres lo mandaron a la escolanía de Covadonga, en la cual duró dos años. Y finalmente, en 1957, la familia se trasladó a Bogotá, Colombia, por invitación del tío materno de Francisco, quien necesitaba asistencia para manejar la fábrica de muebles que había montado en esa ciudad.

Grado, Asturias. Poblado natal de Francisco al norte de España.

En 1960, después de haberse graduado de bachiller en el Colegio Agustiniano de Bogotá, Francisco se marchó a Bucaramanga con el fin de estudiar ingeniería mecánica. En la Universidad de Bucaramanga, conoció a la mujer con la que se casaría más adelante, en 1964. Estando allí, sin embargo, se instauró una gran huelga en la institución que duró más de tres meses, y que les hizo perder a ambos el semestre. «Yo ya estaba en plan de matrimonio con ella», cuenta Francisco, «así que tenía dos opciones: o me aguantaba aquella situación en la universidad, o me ponía a trabajar».

Al final, Francisco escogió la segunda opción. Empezó a trabajar en la docencia. «Yo tenía una formación matemática», explica él, «pues bueno, iba a aprovecharla». Asimismo, se inscribió en la escuela normal para hacer un curso de especialización en matemáticas, lo que le otorgó la patente que necesitaba para poder trabajar de manera regular. Al cabo de dos años, cuando Francisco ya comenzaba a forjarse cierta reputación en su gremio, se le invitó a trabajar en un colegio bilingüe. El sueldo ofrecido era casi el triple de lo que ganaba entonces, así que aceptó.

Francisco Álvarez en su departamento, en Caracas, Venezuela. © Iván Cruz Albornoz.

Había, sin embargo, una condición importante. Debía aprender inglés, pues las clases eran dadas en este idioma. «Coño», recuerda Francisco que se dijo entonces, «eso es un problema. Y yo, ahora, ¿cómo aprendo inglés?». Pero eran los años sesenta y, para suerte suya, en Colombia los cuerpos de paz estaban en pleno apogeo. Se puso entonces en contacto con uno de sus integrantes, y este se comprometió a enseñarle el inglés «a millón». Después de un tiempo, Francisco aprendió a hablarlo con cierta dificultad y pudo validar el contrato para el Colegio Panamericano.

Más adelante, se le presentó la oportunidad de un curso de formación de matemáticas superiores de la Universidad de Alabama. El curso era dado en Bogotá, pero patrocinado y financiado por la universidad estadounidense. Fue entonces cuando un fraile agustino le ofreció la oportunidad de trabajar en Venezuela. «Me preguntó si quería ir, y yo le dije que sí, cómo no».

Corría el año 1973 cuando Francisco llegó solo a Caracas. «Quería estar seguro primero del terreno que pisaba». Se alojó en una pensión de Chacaíto, y enseguida empezó a moverse por la ciudad. No pasó mucho tiempo antes de que se hubiera ubicado y conseguido empleo. Renunció a su otro trabajo, en Colombia, el 20 de julio, y se embarcó de nuevo el 22 del mismo mes. Al lunes de la semana siguiente, ya estaba trabajando.

En diciembre, sin haber pasado todavía un año en Caracas, logró comprar un carro nuevo de agencia. Y después de firmar un contrato por un apartamento en El Marqués, se fue a buscar a su familia, que le esperaba en Bucaramanga.

En Venezuela, a Francisco le pagaban mucho más que en Colombia. Sin embargo, se dijo que no quería seguir siendo profesor, y se preguntó qué haría a continuación. Se decidió por estudiar otra carrera: economía. Se presentó a la Escuela de Economía de la Universidad Central de Venezuela (UCV) y aprobó. Hizo la carrera «desde cero» y, al cabo de unos años, se graduó de economista.

Carnet de identificación y réplica del diploma de la Universidad Central de Venezuela. © Iván Cruz Albornoz.

Dada la edad que tenía entonces, a Francisco se le dificultó conseguir trabajo. «Tampoco es que de verdad hice mucho esfuerzo», confiesa él. «Me sentía cómodo como estaba. Ganaba un sueldo razonablemente bueno». Aún antes de graduarse como economista, él ya daba clases a nivel universitario, primero en el Instituto Universitario Américo Vespucio, luego en la Universidad Santa María, en cuya Escuela de Economía ejerció como director un año y medio. Finalmente, esto terminó por agotarlo y obstinarlo y lo abandonó. Se dedicó, por tanto, exclusivamente al Colegio San Agustín.

En 1974, la estructura del colegio estaba sin terminar. Faltaba aún el polideportivo y un nivel de Primaria, entre otras cosas. Cuando Francisco entró a trabajar allí por primera vez, como profesor de física, era todavía joven y novato y hablaba, además, con un acento español que contenía varios vocablos colombianos. «Querían joderme», recuerda Francisco. «Yo fumaba como un camionero. Un día lancé una tiza, sin intención de pegarle a alguien en específico. Luego prendí un cigarrillo, me acomodé contra la pared y solté un exabrupto. Les dije: ¿Quieren ver cómo es la cosa? Papel y lápiz (en aquel tiempo se podía). Y se ve que ellos pensaron: con este tipo no se puede».

Desde entonces, aquello no volvió a repetirse, y las cosas marcharon bien para él. Luego, en 1975, quien daba la cátedra de matemáticas se fue repentinamente, y le ofrecieron a él el puesto.

Fachada del Colegio San Agustín El Marqués. © Iván Cruz Albornoz.

Durante sus años en Venezuela, Francisco viajó a Estados Unidos —«más que todo por los niños, para que conocieran Disney World»—, a España y, principalmente, a Bucaramanga y a Bogotá. «Yo creo que el viaje Caracas-Bogotá lo habré hecho por tierra más de quince veces», dice Francisco. «Cuando regresábamos de vacaciones, había que llegar a San Antonio del Táchira, y algunas veces íbamos por el llano, otras por Maracaibo, y otras por Mérida». El territorio venezolano, por otro lado, se lo conoce «de cabo a rabo».

Nido de cigüeñas en el Palacio de Anaya (Salamanca, España). © Dicyt.com

Cuando le pregunto por sus sitios favoritos, Francisco me habla de las minas y la catedral de sal de Zipaquirá, Colombia; de Coro, Venezuela, y los pueblos abandonados, las zonas coloniales. Sitios que no ha visitado en muchos años. También menciona los lugares que conoció en España, como el Escorial y el Valle de los Caídos, o un pueblo llamado Trujillo, en Extremadura, que es donde nació Francisco Pizarro. «El Palacio de Pizarro [en Trujillo] es una obra monumental», comenta Francisco. «Pero ese pueblo se quedó conmigo no tanto por el palacio en sí, sino porque fue allí donde vi una cigüeña por primera vez en mi vida. Me quedé atónito. Había un nido en lo alto, en la punta del campanario. Unas aves enormes. Había una que solo asomaba la cabeza y otra de pie, completa».

De Madrid, Francisco dice que se enamora cada vez más. «Es una ciudad espectacular. Dicen que Barcelona es mejor, pero mentira. Para mí, Madrid».

Cuando le pregunto por qué ha elegido quedarse en Caracas, en lugar de regresar a su España natal, o a la Colombia de su esposa (en donde también él vivió varios años), Francisco me contesta lo mismo que muchos otros en su situación de inmigrante europeo. Ha vivido la mayor parte de su vida en Venezuela, y a pesar de sus raíces y su acento españoles, se siente venezolano, y prefiere quedarse en el sitio que considera su hogar.

En su departamento en Caracas, en el que ha vivido desde 1982, Francisco es independiente y «dueño de sus propias decisiones». Está, en fin, en su casa. Y mientras la situación lo permita, puede continuar haciendo las cosas a las que está habituado desde siempre: salir con su esposa, dar una vuelta juntos por la ciudad, comer en alguna parte.

Desde hace algún tiempo que Francisco está retirado, después de haber enseñado en el San Agustín por más de cuarenta años. Pero no por ello ha cesado su actividad académica. Continúa investigando, leyendo y analizando distintos temas, por su cuenta y a su ritmo, en la comodidad de su casa. Cuando me invitó para la entrevista, por ejemplo, tenía un libro de economía abierto sobre la mesa.

Haciendo uso de herramientas como el correo y el WhatsApp, Francisco permanece en contacto con muchos de los que fueron sus colegas en el colegio, y también con varios ex alumnos, que se hayan tanto dentro como fuera del país.

Francisco Álvarez en Caracas, Venezuela. © Iván Cruz Albornoz.

Nota importante: Esta entrevista fue realizada antes de la cuarentena por la pandemia del COVID-19.

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